Dejar constancia

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No hay nada más universal, menos elitista, que el impulso humano primario de dejar constancia de nuestro paso por la vida, de dar forma a la experiencia a través de imágenes y relatos. Por eso conmueven tanto esas manos abiertas impresas en la pared de una cueva, hace decenas de miles de años, o esos cuentos que no han necesitado ser escritos para transmitirse como mensajes de ADN de una generación a otra. Queremos contar lo que nos ha pasado. Queremos escuchar lo que han vivido otros. Vamos en el autobús y ponemos instintivamente el oído para enterarnos de la historia que un viajero le cuenta a otro detrás de nosotros o del sentido de la conversación que alguien mantiene en un teléfono móvil.

Pero las historias que se conservan casi nunca son las de los trabajadores, los pobres, los analfabetos. El archivo inmenso de esas vidas se borra casi sin rastro en el tránsito de cada generación. Hace años recibí las memorias de un hortelano de Úbeda, amigo de mi padre, escritas a mano con dificultad, pero con una capacidad expresiva asombrosa. Ayer, una periodista de Radio Nacional, Alejandra, me hizo un regalo valioso: un libro titulado “De punta a punta”, las memorias de su abuelo, Pedro Martínez Lapeña, un campesino de Soria que se puso a escribirlas cuando estaba a punto de cumplir cien años. La historia entera del siglo vista desde abajo, la guerra de África y la guerra civil y la postguerra del hambre y los tiempos de la emigración: el testimonio meticuloso de la vida popular. Me gusta imaginarme a este anciano, al filo del siglo, sentándose cada día a escribir, descubriendo el modo en que los recuerdos cobran forma como por sí solos en el fluir de las palabras.